miércoles, 1 de septiembre de 2004

El astrólogo

Había puesto el despertador a las cuatro y media de la mañana para ver amanecer el Taj Mahal. De noche no se ilumina y se eclipsa, como si a la luna se la hubiera denegado el derecho a acariciar su mármol blanco. Hay veces que tenemos tantas ganas de ver algo que luego nos decepciona o no se ajusta a lo que teníamos en mente; lo que teníamos imaginado. El Taj Mahal es como el fuego, como el mar: no te sacias de contemplarlo, te apresa. Te va atrayendo: despacio, no corras, parece que va diciendo. Me senté sobre el mármol, sobre la hierba, en los bancos buscando la clave de los misterios que encierra.

El Taj Mahal es un mausoleo construido por amor. Cuentan que el emperador mongol paso sus últimos años contemplándolo con nostalgia desde el Fuerte de Agra, donde había sido confinado por su hijo al acceder al poder.

Por la tarde, cuando la temperatura había bajado unos grados y las nubes amenazaban con tormenta, me fui a visitar el fuerte de Agra. Decidí descansar un rato y admirar el Taj Mahal en la lejanía. India me había dado un cheque en blanco cada día y procuraba agotarlo. Me acostaba tarde, me levantaba temprano, dormía deprisa y caminaba despacio. Pero no debía olvidar que tenía aún trabajo esperándome en Australia.














Regresé al hotel. Estaba cansado, necesitaba descansar de tanto ajetreo. Tras la cena, me encaminé al bar del hotel para tomar una copa. Sentado a escasa distancia de mí, se encontraba el astrólogo del hotel. En India hay hoteles excelentes que tienen de todo: gimnasio, peluquería, fotógrafo, masajista, médico. Lo del astrólogo yo no lo había visto nunca.

Tomó mi mano izquierda; luego la derecha. Me preguntó la fecha y lugar de nacimiento y dibujó puntos en la palma de mi mano. Una vez finalizada la operación se apartó y en un bloc de notas apuntó a toda velocidad algo que no pude ver, dejándome en ascuas durante un rato en el cual, consiguió alterarme un poco. Satisfecho con sus anotaciones esbozó una mueca de complacencia y empezó a contarme. Insistió en dos o tres puntos. Le pedí que los escribiese en un papel y guardé ese papel en mi diario. Su último consejo fue: "No creas ciegamente a nadie".

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