sábado, 4 de septiembre de 2004

La Ciudad de Arena

Más kilómetros de arena y desierto nos acercaban a Jaisalmer, un lugar que debió inventarse en un cuento. Tiene una calle principal abarrotada de pequeños comercios y oficios de antiguo. Alrededor de ella, afloran decenas de callejuelas estrechísimas.

Una fortaleza color de miel, que se hace lejana y cercana sin saber muy bien por qué, corona y domina la que llaman “Ciudad de Arena”. Los templos jainies, las havelis dejadas, arruinadas por la vida, o las abundantes atalayas desde las que se obtenían magnificas vistas, no solo del pueblo, sino de la frontera de Pakistán, hacían de Jaisalmer, el escenario perfecto para las mil y una noches. Deambulaba intentando acumular nuevos recuerdos: hablaba con niños traviesos que se asomaban al vacío, y me señalaban con los brazos los límites de la India.

Reparaba en los burros de lechero que, tozudos, invariablemente andaban por donde no debían. Conversaciones como la que mantuve con un anciano de Bikaner que, muy preocupado con la situación de Irak y la posible incorporación de fuerzas indias entre las fuerzas de ocupación, hablaba como aquel que ya tiene experiencia de días de balas, de sangre, de muerte y de sufrimiento. -¡Qué desastre!, ¡qué desastre! - exclamaba desazonado.

A media tarde, y antes de salir a conectarme a Internet oí una voz. Desde unas dependencias cercanas a un patio lleno de ocas, vacas, un caballo viejo y algún que otro cerdo que holgazneaba despistado en el barro, la sombra del encargado del hotel me hizo una seña para que me aproximase.
- Señor, venga, aquí se está bien.
Deseaba invitarme a tomar té con él. Acepté inmediatamente: hay invitaciones que son auténticos regalos. Allí, sentados, casi a oscuras, hablamos de todo, de nada en particular. Queríamos saber cosas sobre nuestros países, sobre nuestras vidas.
- Debo arreglar unos asuntos en Chennai, me gustaría optar a una plaza de profesor. Pero he aprovechado para conocer el norte del país…

El té nos lo trajo, en bandeja tintineante y nerviosa, uno de los chicos que vigilaban el hotel. Abanicándonos, él con una hoja, yo con un folio lleno de garabatos, bebimos despacio, sin prisas, un aromático té con leche y cardamón que yo no quería que se acabase nunca.
Antes de cenar entré en un Cybercafé, y escribí al director para avisarle de mi llegada a Madras, y concertar una cita. Cené en el restaurante Trío, en un terrado con vistas a mi hotel y al fuerte. Me encontraba muy bien: estos eran los detalles que justificaban cualquier viaje.

No hay comentarios: