jueves, 9 de septiembre de 2004

Kalakshetra

Zohar atravesó el portalón. Las letras púrpuras que decoraban la madera siempre le traían gratos recuerdos. Llevaba tantos años unido a aquella institución…, en la que había crecido como persona, logrando llegar hasta donde se encontraba ahora.

Atravesó los pasillos de Kalakshetra, llegando al Ala de los despachos, cuando alguien se cruzó en su camino.

-Jadash…¡viejo amigo, que alegría verte!
-Nadir, ¡Namasté! ¿Qué es de tu vida?
-Aquí sigo, como siempre, ahora estoy trabajando como especialista en sistemas, así que tengo poco tiempo libre para los amigos.-contestó Nadir
-Me han dicho que has conocido a la futura señora Mahadevi…
-Ja,ja,ja. Si, se llama Gayathri, pero de momento no hay nada oficial, sino te habrías enterado por mi, no por absurdos rumores. Bueno, hoy tengo un par de emergencias, pero ya que estás en el país…¿te vienes el sábado a casa?

-Imposible Nadir, hoy mismo parto hacia Australia, y tengo que hacer varios trasbordos y paradas, así que voy a estar fuera un tiempo. Ya nos veremos a mi vuelta. Te llamaré. Entretanto…te he dejado una copia del último diario que he escrito. Ya sabes que aunque ahora trabajes como programador, sigues siendo mi editor, ¿no?

-Hace tiempo que deje de trabajar con mi padre, pero con mucho gusto lo leeré. A tu vuelta lo comentaremos, ¿de acuerdo?-y diciendo esto se alejó a la carrera con el diario entre las manos.

Zohar siguió con su camino hacia el despacho del director del centro.


miércoles, 8 de septiembre de 2004

Chennai

Chennai, la vieja Madras, el final de mi viaje. Vikram, un viejo amigo que trabaja de taxista, me recoge en la estación de tren. Me ha ofrecido alojamiento en el pequeño estudio de su primo, que se encuentra viviendo ahora en EE.UU. Durante el trayecto me pone al día sobre otros compañeros de Kalakshetra.

Había pasado tres años allí, descubriendo la cultura india, estudiando su sabiduría milenaria, meditando sobre mi pasado y mi futuro. Allí había encontrado el camino para superar el dolor de la pérdida. Quería volver para quedarme.

sábado, 4 de septiembre de 2004

La Ciudad de Arena

Más kilómetros de arena y desierto nos acercaban a Jaisalmer, un lugar que debió inventarse en un cuento. Tiene una calle principal abarrotada de pequeños comercios y oficios de antiguo. Alrededor de ella, afloran decenas de callejuelas estrechísimas.

Una fortaleza color de miel, que se hace lejana y cercana sin saber muy bien por qué, corona y domina la que llaman “Ciudad de Arena”. Los templos jainies, las havelis dejadas, arruinadas por la vida, o las abundantes atalayas desde las que se obtenían magnificas vistas, no solo del pueblo, sino de la frontera de Pakistán, hacían de Jaisalmer, el escenario perfecto para las mil y una noches. Deambulaba intentando acumular nuevos recuerdos: hablaba con niños traviesos que se asomaban al vacío, y me señalaban con los brazos los límites de la India.

Reparaba en los burros de lechero que, tozudos, invariablemente andaban por donde no debían. Conversaciones como la que mantuve con un anciano de Bikaner que, muy preocupado con la situación de Irak y la posible incorporación de fuerzas indias entre las fuerzas de ocupación, hablaba como aquel que ya tiene experiencia de días de balas, de sangre, de muerte y de sufrimiento. -¡Qué desastre!, ¡qué desastre! - exclamaba desazonado.

A media tarde, y antes de salir a conectarme a Internet oí una voz. Desde unas dependencias cercanas a un patio lleno de ocas, vacas, un caballo viejo y algún que otro cerdo que holgazneaba despistado en el barro, la sombra del encargado del hotel me hizo una seña para que me aproximase.
- Señor, venga, aquí se está bien.
Deseaba invitarme a tomar té con él. Acepté inmediatamente: hay invitaciones que son auténticos regalos. Allí, sentados, casi a oscuras, hablamos de todo, de nada en particular. Queríamos saber cosas sobre nuestros países, sobre nuestras vidas.
- Debo arreglar unos asuntos en Chennai, me gustaría optar a una plaza de profesor. Pero he aprovechado para conocer el norte del país…

El té nos lo trajo, en bandeja tintineante y nerviosa, uno de los chicos que vigilaban el hotel. Abanicándonos, él con una hoja, yo con un folio lleno de garabatos, bebimos despacio, sin prisas, un aromático té con leche y cardamón que yo no quería que se acabase nunca.
Antes de cenar entré en un Cybercafé, y escribí al director para avisarle de mi llegada a Madras, y concertar una cita. Cené en el restaurante Trío, en un terrado con vistas a mi hotel y al fuerte. Me encontraba muy bien: estos eran los detalles que justificaban cualquier viaje.

miércoles, 1 de septiembre de 2004

El astrólogo

Había puesto el despertador a las cuatro y media de la mañana para ver amanecer el Taj Mahal. De noche no se ilumina y se eclipsa, como si a la luna se la hubiera denegado el derecho a acariciar su mármol blanco. Hay veces que tenemos tantas ganas de ver algo que luego nos decepciona o no se ajusta a lo que teníamos en mente; lo que teníamos imaginado. El Taj Mahal es como el fuego, como el mar: no te sacias de contemplarlo, te apresa. Te va atrayendo: despacio, no corras, parece que va diciendo. Me senté sobre el mármol, sobre la hierba, en los bancos buscando la clave de los misterios que encierra.

El Taj Mahal es un mausoleo construido por amor. Cuentan que el emperador mongol paso sus últimos años contemplándolo con nostalgia desde el Fuerte de Agra, donde había sido confinado por su hijo al acceder al poder.

Por la tarde, cuando la temperatura había bajado unos grados y las nubes amenazaban con tormenta, me fui a visitar el fuerte de Agra. Decidí descansar un rato y admirar el Taj Mahal en la lejanía. India me había dado un cheque en blanco cada día y procuraba agotarlo. Me acostaba tarde, me levantaba temprano, dormía deprisa y caminaba despacio. Pero no debía olvidar que tenía aún trabajo esperándome en Australia.














Regresé al hotel. Estaba cansado, necesitaba descansar de tanto ajetreo. Tras la cena, me encaminé al bar del hotel para tomar una copa. Sentado a escasa distancia de mí, se encontraba el astrólogo del hotel. En India hay hoteles excelentes que tienen de todo: gimnasio, peluquería, fotógrafo, masajista, médico. Lo del astrólogo yo no lo había visto nunca.

Tomó mi mano izquierda; luego la derecha. Me preguntó la fecha y lugar de nacimiento y dibujó puntos en la palma de mi mano. Una vez finalizada la operación se apartó y en un bloc de notas apuntó a toda velocidad algo que no pude ver, dejándome en ascuas durante un rato en el cual, consiguió alterarme un poco. Satisfecho con sus anotaciones esbozó una mueca de complacencia y empezó a contarme. Insistió en dos o tres puntos. Le pedí que los escribiese en un papel y guardé ese papel en mi diario. Su último consejo fue: "No creas ciegamente a nadie".