miércoles, 25 de agosto de 2004

Llegada a India

La primera impresión que tiene el viajero a punto de aterrizar en Delhi es que se trata de una ciudad muy pobre. Lo sabe cuando, en el horizonte, a medida que desciende, no avista más que unas pocas luces aisladas.

Quien haya aterrizado o despegado de noche en una gran ciudad, sabe a que me refiero: esté lejos o cerca el aeropuerto del centro, siempre hay miles de brillos que provienen de los suburbios, de los polígonos industriales, de la lejana masa amarillenta o anaranjada que envuelve la ciudad. En Delhi, no. Lo constatará horas más tarde, cuando, después de una tediosa espera para pasar la aduana, le lleven hasta el corazón de la ciudad, donde se encuentran los principales hoteles.

Me despedí del señor Singh, el hindú que estuvo sentado a mi lado durante el vuelo.
-No busque explicaciones, – me había dicho – India es un país contradictorio para aquel que no ha nacido aquí. Acepte lo que vea, no pretenda mejorar el mundo, no se agobie. Por muchos años que usted viviese aquí antes, no puede comprender de qué hablo. Usted pertenece a la sociedad de la razón, una sociedad que enfermó cuando decidió olvidar a Dios. El dinero, el egocentrismo, la envidia, la ira acumulada serán su decadencia.
-No todo es así – repliqué – Usted, que vive en París, lo sabe perfectamente.
Asintió: -De todas formas, hágame caso y no intente buscar respuestas a preguntas que en India no existen. No está preparado.

La cola que se formaba para pasar la aduana era de dos velocidades. La de los nacionales, tres o cuatro veces más grande que la de los extranjeros, avanzaba despacio; la de "foreing visitors", la nuestra, no avanzaba. Sin preguntas, sellaron mi pasaporte y, tras pasar otro control más, anduve hasta la sala de recogida de equipajes donde el mío, supongo que ya mareado, se deslizaba dando vueltas en la aburrida cinta transportadora.

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